Cuba es el signo de que en América Latina las democracias son todavía débiles. En varios sentidos. Si bien no hay dudas de que en nuestro hemisferio sur, contando dentro de él a las islas del Caribe, la democracia es el referente fundamental tanto del Estado como de los ciudadanos y de las instituciones, es más cierto aún que las dinámicas políticas, diplomáticas y geopolíticas condicionan las posibilidades de que los comportamientos públicos respondan a los conceptos referenciales.
El clientelismo político de las elites, el populismo de los Estados y de significativos grupos sociales, más el antinorteamericanismo histórico de la región se combinan para posponer la defensa íntegra de los valores democráticos en el hemisferio. De modo que la prueba de la debilidad democrática no está en las fallas institucionales y en su precariedad social y cultural, lo que algunos llaman la adolescencia de la democracia latinoamericana, sino en la incapacidad regional para hacer prevalecer los valores en todo el hemisferio. Es interesante porque América Latina es el único espacio de valores donde se manifiesta una tensión permanente entre los fundamentos que la constituyen y el compromiso público con las instituciones que le dan cuerpo. En África no hay ambivalencias. Las dictaduras son dictaduras sin rodeos verbales.
Habría la tendencia de culpar a la izquierda latinoamericana, tanto la social como la política—esta última en sus dos niveles más importantes: el intelectual y de Estado—, de la falta de compromiso hemisférico hacia la democratización de Cuba.
Esta tendencia tiene un denso expediente. Desde su surgimiento la izquierda revolucionaria o cristiana en nuestra región ha sido, si acaso, democrática por impotencia. Tuvo que sufrir la violación brutal de sus derechos a manos de las dictaduras de derecha para que el tema de los derechos humanos entrara siquiera débilmente en su ADN ideológico. Su apego a los valores asociados a las libertades individuales ha sido por tanto más negativo que positivo. Ellos se han esgrimido como las herramientas imprescindibles para llegar a sociedades en las que los derechos fundamentales no formarían parte prioritaria, sin embargo, de la agenda pública. Así, para estos sectores de la izquierda las libertades básicas no están en la base de la estructura de convivencia social en su modelo de modernidad, son más bien la herencia instrumental desechable una vez que se instauren supuestas sociedades justas y revolucionarias. Para ellos, Cuba fue el futuro y continúa siéndolo. Y deberíamos entender que el asunto nada tiene que ver con el modelo económico cubano que todo el mundo sabe que es un desastre, sino con el modelo político y social que se supone es viable con ciertas correcciones de su populismo rígido.
La democracia es, frente a la izquierda revolucionaria y cristiana, más una imposición de la realidad que un proyecto político. Y esta izquierda ha hegemonizado por sobre la izquierda democrática, la que asocia libertades individuales y equidad social. Esta última es minoritaria y rara vez ha logrado el poder del Estado a excepción de Costa Rica. En todo caso ha vivido bajo un permanente complejo por no ser lo suficientemente revolucionaria —como si la revolución fuera la condición natural de la política latinoamericana— y para evitar su vinculación retórica con los Estados Unidos.
Si esta izquierda ha evolucionado dentro de determinados países, este concepto de la izquierda no ha sufrido una misma evolución a nivel hemisférico. El partido socialista chileno tuvo un itinerario revolucionario fuerte que lo vinculó al partido comunista cubano, itinerario que se modera a la fuerza después del paso del pinochetismo y le lleva, en el caso de Cuba, a esbozar una crítica interrupta a la falta de libertades. Pero hay una rotación del mito cubano, que se fortalece en los países democráticamente débiles. Después de Chile, Brasil. A este le sigue Venezuela montada sobre una estela mítica en la que viven la izquierda social e intelectual de Argentina y Uruguay.
Lo interesante aquí es que las expresiones críticas al gobierno cubano desde la izquierda se producen en países de mayor solidez democrática o que se dirigen a un modelo de democracia fuerte. Allí donde la democracia es débil, como en los países del Alba o semi débil, como en Colombia o Guatemala, la crítica a la falta de libertades en Cuba es nula o escurridiza.
El tema parece más relacionado con la profundidad de la democracia en los distintos países que con la ideología de los distintos sectores políticos, pese a que esto es fundamental. El Brasil del poder, singularmente arrogante, es un ejemplo de cierta importancia. Ni Lula ni Rouseff tienen compromiso alguno con la democracia en Cuba, pero tampoco lo tenían los gobiernos de Sarney o Cardoso. Esto es precisamente así porque Brasil es todavía un país en transición que va saliendo de un modelo de democracia débil, pese a todos sus experimentos.
Pero la importancia de Brasil reside en su centralidad como nación y como modelo dual. Parece un proyecto de izquierda imitable y parece un modelo de desarrollo alternativo. Ambas cosas están siendo contestadas por los ciudadanos brasileños y reflejan, en lo que toca a Cuba, cómo la falta de compromiso de los gobiernos latinoamericanos con la democracia hacia mi país traduce las debilidades de los comportamientos democráticos con sus propias sociedades. Si el Brasil social sorprende al Brasil de Estado que dice gestionar una agenda de izquierdas es porque la izquierda brasileña en el poder reproduce la lógica imperial de las izquierdas revolucionarias, en un país con un pasado y una pretensión imperialistas difícilmente enmascarables detrás del progresismo: en este desarrollo el pueblo es como un cliente que va dejando atrás el hambre con la ayuda del Estado.
Para Brasil la América del Sur, que era el límite de su diplomacia política, se extiende ahora hasta al Caribe siguiendo dos lógicas en apariencia contradictorias: la de subpotencia económica y la geopotencia política. Ninguna de las dos contempla los valores de la democracia más que como soluciones verbales dentro de la retórica modernamente correcta. Y Brasil marca la pauta latinoamericana.
¿Hacia dónde dirigirnos los demócratas cubanos dentro de este escenario? No parece que podemos trabajar con gobiernos supuestamente democráticos. Mi tesis es que los gobiernos en América Latina no han captado los conceptos de democracia fuerte que miran a los gobernados como ciudadanos originarios de la legitimidad política. Mientras las sociedades se abren y la ciudadanía crece en sus formas múltiples, los gobiernos latinoamericanos, con solo dos o tres excepciones, se cierran como grupos corporativos tras el telón tradicional del populismo. Su problema con la prensa es una señal insustituible para advertir esta incapacidad de adoptar y estimular esos conceptos fuertes de democracia. El progresismo ideológico de algunos de ellos aparece como una movida de ciertas elites para adelantarse desde el Estado, y cooptar, a la auto emancipación ciudadana que sobre todo potencian las redes y la mayor movilidad sociales. Ese progresismo no es sino un nuevo conservadurismo social con serias dificultades para convivir plenamente con las libertades. Ningún demócrata culturalmente serio se ofende, por ejemplo, con la real o supuesta difamación de la prensa.
Mi opinión final es entonces la siguiente: los demócratas cubanos debemos conectarnos con la rica pluralidad de la sociedad civil en América Latina que vigoriza los derechos y las libertades. Cierta visión estatista nos hace ver que el punto final de nuestro curso y recurso políticos termina en un buen contacto con los representantes del Estado. Eso puede ser el caso con las democracias que privilegian a los ciudadanos, pero no en las democracias que solo tienen por sujeto al pueblo. En estas últimas, los ejemplos democráticos a seguir no se encuentran en el poder; están en la sociedad. ¿Es por ejemplo Lula en verdad un demócrata?
Manuel Cuesta Morúa es Portavoz del partido Arco Progresista (socialdemócrata) y Coordinador de la Concertación Nuevo País.