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La nueva Constitución cubana: sus cuatro desafíos

Raúl Castro, el constitucionalista en jefe, dejó clara la pretensión del partido comunista: llegar a una nueva Constitución que mantenga intactos el comentario agregado al Artículo 3 de la Constitución actual, el que se refiere a la residencia de la soberanía, y que petrifica el carácter «irreversible del socialismo», y el Artículo 5, que establece la supremacía del partido comunista.

Manuel Cuesta Morúa
30-06-2018

¿Será resuelto el triple desafío clave de la presidencia de Miguel Díaz Canel? La pregunta no es retórica. Su presidencia debe dilucidar si por fin el Estado representará a la nación o si seguirá siendo el rehén civil de una ideología vivida con más cinismo que contenido.

Parece que no. “Raúl Castro encabezará las decisiones de mayor trascendencia para el presente y futuro de la nación” dijo Díaz Canel en su discurso de toma de posesión el 19 de abril de 2018, encargado de informar desde la Asamblea Nacional el tipo de anuncio que se debe hacer desde el comité central del partido comunista.  Así este encabezará la comisión encargada del anteproyecto de la nueva Constitución.

Raúl Castro, por su parte, expresó de Díaz Canel: “Es el único sobreviviente”, de un grupo de jóvenes que se visualizaban en su época para asumir el relevo en el poder, y su ascenso “no es una casualidad, se previó”, dando a conocer en la Asamblea Nacional lo que fue decidido en otro lugar: el buró político del partido comunista. Con total descuido de las formas y el lenguaje democráticos, por cierto. Comienza así la primera regencia mundial del siglo XXI.

El poder sigue siendo simbiótico en términos políticos, y contiguo en el espacio físico.  El cambio de generaciones, que es real a todos los efectos biológicos, simbólicos y sociológicos, insiste en afirmar en los hechos lo que constituye una contradicción lógica que los sacrifica: la continuidad generacional.

Lo que por demás genera una lectura ilusoria, y falsa, sobre la realidad. La generación que triunfó en 1959 ha experimentado una cantidad sucesiva de rupturas con su discurso, y entre su discurso y la realidad, que cabría preguntarse a qué le dará continuidad la tercera generación que ahora asume la representación del poder. ¿Dará continuidad a las reformas o a las contrarreformas? Porque ambas, marchas y contramarchas, ideología y pragmatismo, reacción y avances, represión y tolerancias locales hicieron tendencia en la vieja generación que abandona sin muchas ganas. La mayoría de estas idas y venidas han marcado un trayecto sucesivo de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, del neoliberalismo a la ultraizquierda, del populismo al corporativismo en las que la única constante ha sido el control del poder y del espacio público por el partido único.

La cuestión entonces no es la de la continuidad generacional, sino la del margen de experimentación y de errores excusables que les está permitido a la generación que asume.

Pero, yendo a lo fundamental, las decisiones de cómo administrar parecen quedar en exclusividad del lado del poder ideológico, el partido comunista  ―que no domina desde la ideología misma sino desde el freno a las ideas― y las decisiones sobre lo que se administra del lado del Estado, que no puede gestionar bienes creados sino rentas extraídas tanto al capital extranjero como a la pequeña empresa privada.

¿Cuáles son las matrices en disputa? La de un modelo extractivo, en la que el Estado, bajo la vigilancia del partido comunista, trata de obtener la mayor cantidad de rentas posibles  ―como ha sido hasta ahora―, frente a la de un modelo productivo en la que un Estado moderno debería garantizar las cuatro modernizaciones pendientes en Cuba: la de la economía, la de la sociedad, la de la política y la del derecho. Esta última una premisa  de la modernización política misma.

Esta contradicción se empezó a decidir el 2 de junio con el anuncio de una nueva Constitución para Cuba. Un proceso de capital importancia. Estoy entre los que creen, parafraseando al liberal francés Guy Sorman, que el subdesarrollo, o el desarrollo, están en las instituciones.   

El subdesarrollo de Cuba nada tiene que ver con la carencia de recursos naturales, de hecho la economía es la ciencia de los recursos limitados, ni con la ausencia de imaginación creativa sino con el tipo de instituciones que se nos impusieron. Tanto el carisma des institucionalizado como el control ideológico de la sociedad son instituciones contra productivas. En este sentido, nuestro subdesarrollo fue electivo. Es el resultado de una elección racional. La explicación más cercana de por qué técnicamente estuvimos en condiciones de enseñar a cultivar café al segundo exportador mundial, Vietnam, mientras nosotros tenemos que importarlo.  

La resolución del cuádruple desafío: qué país vamos a tener (la combinación de infraestructura económica, tecnológica y de servicios al mayor nivel de desarrollo posible); qué nación podemos reconstruir (la convivencia cívica de la pluralidad en un espacio pos ideológico), qué Estado es necesario (la relación política entre instituciones y ciudadanos en un espacio pre ideológico) y qué democracia demandamos (el modelo relacionado de participación y representación en las estructuras e instituciones de poder) depende del tipo y la calidad de Constitución política que surja de este proceso.

¿Cuáles son las posibilidades de que este proceso culmine en un Estado de derecho o reproduzca al Estado ideológico que hemos tenido siempre?

Raúl Castro, el constitucionalista en jefe, dejó clara la pretensión del partido comunista: llegar a una nueva Constitución que deje intactos el comentario agregado al Artículo 3 de la Constitución actual, el que se refiere a la residencia de la soberanía, y que petrifica el carácter “irreversible del socialismo”,  y el Artículo 5, que establece la supremacía del partido comunista. Con ello establece un límite político, insisto que no ideológico, que hace regresar el proceso constitucionalista a una etapa previa al constitucionalismo. El constitucionalismo nace para ensanchar hacia abajo los espacios políticos y para cambiar la naturaleza en la relación entre gobernantes y gobernados, a favor de estos últimos. Proponer una nueva Constitución estableciendo una frontera política es destruir la naturaleza del constitucionalismo que intenta precisamente definir nuevas fronteras políticas.

Por otra parte, la nueva Constitución nacerá sin constituyente. Surge, como la de 1976, del partido comunista, hoy reforzado desde el Estado; partido que sigue determinando quién pertenece legítimamente a la nación. Una Constitución nacida de este modo vicia su legitimidad porque reduce su alcance sobre los ciudadanos que no profesan el pretendido híbrido doctrinal entre José Martí, Carlos Marx, Federico Engels y Vladimir Ilich Ulianov, y establece con ellos una relación discriminatorio-punitiva por naturaleza.

Pero el problema mayor de una nueva Constitución sin constituyente es que surge sin soberano. A diferencia de la de 1976, resultado de una sostenida ola revolucionaria que se institucionaliza  ―la doctrina manida de la revolución como fuente de derecho―,   la que se nos promete ahora desconoce al soberano para reinventar unas reglas del juego que nacen en la representación y no en el origen de esa representación: el pueblo o los ciudadanos. Por aquí se viene abajo toda la doctrina del constitucionalismo moderno que dice que el soberano es la base y no la consecuencia de todo Estado constitucional.    

Un retroceso semejante tanto respecto de la tradición constitucionalista cubana, fundada en el constitucionalismo liberal, como del llamado Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano, que la universidad de Valencia, España, inventó para los países de la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA), y que hizo nacer las nuevas constituciones de una convocatoria popular, no parece que abrirá las posibilidades de que con la nueva Constitución lleguemos a un Estado de derecho.

En este sentido resulta curioso, y preocupante, que, sin mucha presencia en el debate público, el gobierno cubano tome a la Constitución de 1940 como referencia del actual proceso constitucional. Además de un reflejo del poco entendimiento de cómo opera la tradición cultural en la formación de las instituciones, el uso retórico de esa Constitución se inscribe, tal y como lo describe el pensador esloveno Slavok Cisejk, en esa expresión del cinismo según la cual el político asume como propio lo que le niega, en una fuga hacia delante que le garantiza control y petrificación de la sociedad que pretende dominar, desconociendo sin pudor las fuentes de su origen. Es importante recordar que la Constitución de 1940 nació de una constituyente, en la que por cierto habían mujeres, reflejó la pluralidad social y política del momento, respetó la lógica de un proceso de esa naturaleza: primero la Constitución y después la representación, y fue el fruto de una deliberación sin precedentes en la que los ciudadanos estaban involucrados diaria y permanentemente a través de la radio.

¿Por qué un proceso nacido en la cúpula de un partido intenta recuperar y utilizar un proceso nacido de la nación?

Visto desde un ángulo más importante estamos ante un serio tema de legitimidad. Miguel Díaz Canel no llega al poder ni mediante una revolución ni a través de una elección. Un origen vacío de poder que se estrena cambiando las reglas del juego de la convivencia nacional, sin tiempo para lograr la legitimación por funciones y por resultados que requeriría, y que reproduce desde la presidencia otorgada el tipo de poder que sus predecesores emplearon sin sufrir una contestación eficaz a su poder: la represión a secas.

Es por eso que la nueva Constitución requiere que la soberanía sea recuperada para el proceso, desde abajo, para convertir la oportunidad en una oportunidad de reinvención ciudadana, de abrir la discusión de la necesidad de un Estado de derecho y de elegir instituciones pensadas y concebidas para el desarrollo. Esa es la Propuesta2020 de la Mesa de Unidad de Acción Democrática.

 
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